“No hay que ser arquitecto
ni tampoco experto
para conocer las rejas
que enmarcan la memoria [...]”
– Melissa Ramírez, fragmento de Notas de campo (poema)
Crecí en una casa en la calle Ural, en Cupey, justo al frente del Río Piedras. Era una estructura modesta, pero profundamente simbólica para mi familia, más allá de su reja. Fue la única propiedad que mis abuelos y familia lograron tener a su nombre. Allí se celebraba todo, incluyendo cualquier bembé de la familia extendida. Siempre había comida caliente y una silla para cualquier visita. Esa casa no era solo un lugar. Era el eje. El punto de partida. La raíz. Fue el pilar de mi familia, como también lo fue mi abuela, Emelina.
Todas las tardes, a las seis, salía a caminar con ella. Recorríamos el vecindario mientras observábamos las casas y sus detalles; los colores, las losetas, los jardines, las rejas. Recuerdo mirar esos diseños con fascinación, pero también sentir algo más difícil de nombrar: una conexión invisible entre esas formas y las vidas que contenían detrás. Para mí, las rejas hablaban, eran el escenario de rutinas que, sin saberlo, compartíamos colectivamente.
A través de esas caminatas descubrí lo cotidiano como archivo. Aprendí a leer las casas como testigos. A escuchar los televisores encendidos, los cubiertos chocando con los platos, las voces de quienes habitaban esos espacios. Aprendí que las memorias no viven solo en lo que recordamos, sino en los objetos, en los patrones, en lo que pareciera no importar.
Aunque nací y crecí en Puerto Rico, mi archivo afectivo también está entretejido con memorias heredadas de mis raíces cubanas y guatemaltecas. Las historias y costumbres que se filtraban en las conversaciones y fiestas familiares también moldearon mi sensibilidad hacia lo cotidiano. Por eso, con el paso del tiempo, entendí que observar no es ausencia de acción, sino el primer gesto de la memoria. El punto donde empieza el archivo y el relato. Una forma de estar adentro, aún desde afuera y de acompañar lo que sucede, de escuchar y preservar lo que no es tangible.
La reja como archivo de memorias colectivas
Con los años, esas rejas que han enmarcado nuestras memorias de niñez más profundas han desaparecido. Se comenzaron a percibir como anticuadas y fueron reemplazadas por elementos no criollos, como las puertas de garaje. La herrería local ha sido desplazada y silenciada sin darnos cuenta. Ante el desgaste de nuestra memoria colectiva y la erosión de lo que nos sostiene culturalmente, sentí la necesidad de preservar lo que está en riesgo de perderse. Las rejas no son solo estructuras, son huellas, emblemas de resistencia, testigos de lo cotidiano. En ellas reconocí un lazo inquebrantable entre cultura, familia e historia y una invitación a no olvidar.
Ural Studio nace de ese deseo de conservar y materializar las memorias que me habitan. Quise encontrar una manera de llevar conmigo la casa de mi abuela, su reja, y todo lo que viví en ese espacio tan especial. La primera pieza que diseñé fue inspirada en la reja de esa casa, y también es el logo de la marca. Desde entonces, he seguido creando piezas inspiradas en rejas de todo Puerto Rico y América Latina, construyendo un archivo visual, fotográfico y material que sigue creciendo y entrelazando nuestras culturas.
Viajo por la isla documentando rejas con mi cámara. Me detengo a mirar. A observar la manera en que los patrones cambian entre pueblos y cómo el paisaje se transforma. Mi proceso es lento y deliberado. Busco, archivo, investigo y me cuestiono. Trabajo desde un lente etnográfico, informado por mi formación académica en investigación social, archivo y análisis cultural. Actualmente curso un doctorado en investigación, consultoría y docencia, y toda esa metodología, aunque a veces invisible, está profundamente entretejida en mi práctica artística.
Una colaboración de ensueño
Esta colaboración nació del deseo de aportar a un proyecto que admiro profundamente. Casa Rosa Luisa es un espacio y una gesta que he seguido desde hace tiempo, reconociendo en su trabajo una fuerza que resuena con lo que me mueve: la memoria, la preservación, lo que resiste desde lo íntimo. Casa Rosa Luisa no es solo una estructura en proceso de recuperación: es un símbolo de resistencia frente al abandono sistémico. Es un espacio liderado y habitado por mujeres que se niegan a dejar que la historia desaparezca. Y resalto, que aunque a veces es fácil romantizar estos espacios, y en ocasiones necesario como estrategia de afrontamiento, también debemos reconocer lo retante, difícil, frustrante y cuesta arriba que es levantar y sostener un espacio como este.
Con mi trasfondo en investigación, desarrollo de propuestas y de proyectos, visioné y conceptué la posibilidad de una colaboración de ensueño junto a artistas que admiro muchísimo y de la mano con este proyecto que siento profundamente cercano. El 1ro de junio, esa idea se convierte en realidad a través de esta colección que no sólo narra historias, sino también las sostiene.
Pensé en cómo la joyería podía ser más que un objeto o simple decoración. Quise transformarla en una herramienta de activación, de acompañamiento, de conexión. Un gesto tangible que pudiera aportar, desde la intención, al proceso de revitalización de esta casa. Compartir este proceso con Ada del Pilar y Natalia Sánchez ha sido profundamente significativo para mi y un sueño hecho realidad. Admiro sus prácticas y siento que nuestras voces se encuentran desde un lugar común. Esta colaboración es una oportunidad de preservar en colectivo las memorias que nos unen.
Diseñar joyería, narrar historias y documentar el paisaje arquitectónico de la isla ha sido mi manera de resistir el olvido. De darle permanencia a lo que ha sido considerado reemplazable. De archivar lo común. En cada pieza hay una memoria, un lapso de tiempo encapsulado, un momento en la historia que ahora es palpable.
Mi trabajo parte de la observación atenta del paisaje cotidiano puertorriqueño: fachadas, rejas, bloques, pasillos, balcones, y todo lo que ocurre tras ellos. Fragmentos que, a simple vista, pueden parecer insignificantes, pero que contienen gestos, sonidos y silencios que construyen una memoria colectiva. A través del diseño, la fotografía y el archivo, busco traducir esas presencias sutiles —tantas veces pasadas por alto— en objetos que resistan el olvido. En Memoria Prima, esa búsqueda se entrelaza con otras prácticas afines para sostener lo que nos conecta: lo común, lo íntimo, lo compartido. Esta colaboración no solo honra lo que permanece, sino también lo que corre el riesgo de desaparecer sin ser nombrado.
Lo que ocurrirá el 1 de junio en Casa Rosa Luisa es un gesto colectivo. Un archivo expandido. Una invitación a compartir vivencias y sentimientos. Es una oportunidad para demostrar que esto importa. Y para mí, también es una oportunidad para presentarme, por primera vez con mi nombre como artista, como investigadora, como mujer que camina atenta, tomando notas de campo para sumar al archivo tangible de nuestro diario vivir.
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